A los galeristas nos gusta quedarnos con las obras después de la exposición. No es un simple apego, no es que queramos coleccionarlas como trofeos de una batalla ganada. Es otra cosa. Una galería no es solo un escaparate; es un ecosistema donde cada pieza tiene su propio ritmo, su propio destino. Y no siempre encuentra su camino en el breve tiempo de una exposición.
Cada obra tiene una pareja esperándola en algún lugar del mundo, alguien que la verá y sentirá ese pequeño estremecimiento, esa certeza de que deben estar juntos. Pero todo tiene su tiempo y su espacio, y no siempre ese encuentro ocurre dentro del marco temporal de una muestra. A veces, alguien ve una obra y se enamora de inmediato, pero el amor, como el arte, también tiene sus tiempos. Puede que en ese momento no pueda comprarla, que no le venga bien, que no esté seguro. Pero la semilla queda ahí, latiendo en la memoria, y más tarde—pueden ser meses —esa persona vuelve. “¿Todavía está disponible?” pregunta, con esa mezcla de ansiedad y esperanza. Y cuando la respuesta es sí, cuando la obra sigue esperándolo, ocurre el desenlace natural de la historia: la compra. Porque algunas decisiones no se toman en el primer impulso, sino en el eco que dejan.
Algunos coleccionistas vienen a cada inauguración, sí, pero otros aparecen una vez al año, a veces menos. Son esos visitantes que entran con calma, sin prisa, que observan más allá de lo que está en las paredes, que preguntan por un artista, por una obra que creen haber visto o que simplemente han oído mencionar en una conversación.
Cuando alguien busca arte, busca al galerista. Y en la galería se muestra todo: lo que está colgado y lo que aguarda en el fondo, en esa trastienda silenciosa donde las piezas esperan su momento. Una exposición no termina cuando se descorcha la última botella de vino en la clausura. No es un acto final, sino una pausa en la historia de cada obra. Porque algunas necesitan más tiempo, más miradas, más casualidades que las coloquen en el camino de quien de verdad las va a comprender.
Por eso nos gusta tener fondo. Porque las obras no son mercancía de temporada. Durante el año se venden tanto las piezas expuestas como aquellas que han quedado en depósito. Y un galerista sin fondo es como un librero sin estanterías, un editor sin manuscritos. Se pierde la oportunidad de conectar, de encontrar el hogar adecuado para cada pieza. Y en este mundo, perder una venta es perder algo más que dinero: es perder la posibilidad de que esa obra tenga la vida que merece.
El tiempo que una obra permanece en una galería depende de muchas cosas. No es lo mismo representar a un artista que colaborar puntualmente con él. Pero, en general, seis meses es el mínimo razonable, un año es habitual y dos años, lo más común. Aunque, como todo en este oficio, es negociable. Todo está en la conversación, en la confianza, en esa complicidad que se crea entre el artista y el galerista cuando ambos entienden que están remando en la misma dirección.
Y dicho esto, hay algo que los artistas deberían saber. Algo que rara vez se dice en voz alta, pero que puede marcar su futuro en una galería. Escucha bien.
Si el día después de clausurar su exposición un artista aparece en la galería para recoger sus obras, el galerista no dirá nada. No habrá reproches, ni gestos de desaprobación, ni discursos sobre el esfuerzo invertido. Porque, al final del día, la obra es suya y puede hacer con ella lo que le plazca. Pero que no espere una segunda oportunidad.
Montar una exposición es más que colgar cuadros y enviar invitaciones. Es difusión, es promoción, es tejer una red de conexiones que, a veces, tardan meses en dar frutos. No todo ocurre el día de la inauguración, ni siquiera en las semanas siguientes. Hay conversaciones pendientes, coleccionistas que aún no han venido, posibles compradores que necesitan tiempo para decidirse. Una exposición es una semilla que se planta, y no siempre brota de inmediato.
Si un artista desmonta su muestra y se lleva las obras para colgarlas en otro sitio sin esperar a que ese trabajo dé sus frutos, está recogiendo la cosecha antes de que madure. Y lo peor es que, muchas veces, ni siquiera la recoge él: la recogerá otro, otra galería, otro espacio que se beneficiará del esfuerzo ajeno. Y eso, en este pequeño universo del arte, no se olvida.
Porque el arte no es solo creación, también es confianza. Confianza en que el galerista hará su trabajo, en que las obras encontrarán su destino, en que todo tiene su tiempo. Y en este mundo, igual que en la vida, las prisas pueden cerrar más puertas de las que abren.
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