La exposición como obra: reflexiones de un galerista

Hablar de exposiciones, en un sentido más profundo, es hablar de los momentos previos a la primera mirada del espectador, de las horas de planificación, de las apuestas arriesgadas, de las decisiones mínimas que no parecen importantes pero lo son todo. Desde que el primer paso se da en el espacio de una galería, ese recorrido visual tiene que ser inmediato, tiene que contar una historia. No necesariamente con palabras, pero sí con una fuerza que te atrape y te mantenga allí, suspendido, mientras tu mente se adapta y se entrega a lo que el artista propone. Y es que, ¿qué es una exposición sino el cuaderno de bitácora de meses, o a veces años, de trabajo?


Es como abrir una novela en la página exacta donde empieza la historia. Antes incluso de ver el primer cuadro, el aire ya lleva impresa la intención del artista, el murmullo de la luz, la disposición de las formas. La primera impresión es clave, porque dicta el tono de la experiencia, y si esa primera visión es un caos, la historia que el artista quiere contar se ahoga en el ruido.


Lo que nunca me ha gustado, y debo ser claro en esto, es cuando el montaje se convierte en un desfile de egos. A veces, el comisario parece querer eclipsar a la obra misma, como si en su afán por dejar una huella, olvidara que no está allí para hacer un show, sino para permitir que el arte, en su más pura expresión, se despliegue sin interferencias. El comisario no debe ser más protagonista que el propio artista. No. La obra tiene que ser el centro. Si el montaje es excesivamente elaborado, recargado, el mensaje del artista se diluye, y lo único que el espectador puede captar es un caos visual sin rumbo, una especie de ruina emocional.


La altura a la que se cuelga una obra es otro tema recurrente. Puede parecer trivial para algunos, pero es un detalle que define la relación entre el espectador y el arte. La regla no escrita, aceptada por todos, es que la mitad del cuadro debe estar a un metro y medio del suelo. Esto permite que todos —y digo todos— sin importar su estatura, puedan disfrutar de la pieza sin tener que inclinarse o estirarse. He visto exposiciones en las que los cuadros están tan arriba o tan abajo que la misma obra parece gritar en desesperación, pero nadie escucha. Lo mismo pasa con las cartelas. Si no están a la altura justa, si no están lo suficientemente cerca como para leerlas cómodamente, se convierte en un obstáculo innecesario para la experiencia. Como si la información esencial se nos negara, se nos ocultara, lo que es, a fin de cuentas, una contradicción fundamental del acto expositivo.


He tenido la oportunidad de ver muchas exposiciones, algunas notables, otras desconcertantes, y algunas tan desproporcionadas que me pregunto: ¿cuál era el verdadero propósito? He visto cuadros en el suelo, piezas suspendidas desde el techo, obras en ángulos imposibles. La falta de lógica no es arte; es confusión. Puede que el montaje tenga un simbolismo que, a ojos de algunos, tenga sentido, pero para el ojo general, se convierte en una especie de dilema que desconcierta más que ilumina.


Pero, como todo en el arte, se trata de un proceso continuo. Cada exposición me deja con una idea, con un impulso de seguir hablando, de seguir cuestionando. No hay una única verdad, no hay un solo camino para llegar a la experiencia perfecta. Eso es lo que hace a las exposiciones tan fascinantes: son una invitación a pensar, a debatir, a descubrir.


Podría hablar horas de este tema y lo haré. Hay demasiadas cosas que se hacen bien y demasiadas que se hacen mal en el mundo de las exposiciones. Pero, de momento, me quedo con esto: cuando entres en una sala y sientas que todo encaja, que las piezas dialogan entre sí, que la luz las acaricia en lugar de devorarlas, que el silencio pesa y la historia se cuenta sin palabras, entonces, y solo entonces, estarás ante una gran exposición.


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