Hay galerías y galerías. Y entre unas y otras, la diferencia no siempre está en la iluminación perfecta o en el prestigio de los nombres que cuelgan de sus paredes. No, la verdadera diferencia es más astuta, más sibilina. Se esconde en el modelo de negocio, en la incómoda cuestión de quién le paga a quién. Porque si eres artista y pagas por exponer, hazte un favor: mírate al espejo y reconoce la verdad. El cliente eres tú. No el coleccionista, no el devoto del arte, no el magnate que busca inversión. Tú.
Y eso no está mal. Vivimos en un mundo donde cada uno es libre de gastar su dinero en lo que quiera. Hay quien paga por exponer como quien paga por un anuncio en un periódico, y si alguien está dispuesto a ofrecer ese servicio, bien por él. El problema viene cuando confundimos los términos, cuando creemos que eso es el estándar, que así funciona el arte. No, amigo, eso es otra cosa.
Una buena galería, una galería de verdad, no te cobra por sus paredes. Te escoge. Te apadrina. En una buena galería, el cliente es el coleccionista, no el artista. Porque un galerista auténtico no alquila espacio; lo que vende es su criterio, su instinto, su fervor. Y en esa transacción, la apuesta no es unilateral.
El galerista es el primer mecenas que un artista se encuentra en el camino. Es alguien que cree en su trabajo, que invierte en su carrera, que lo acompaña y lo proyecta. Una buena galería es más que un sitio donde colgar cuadros; es un hogar, un refugio, un trampolín.
El galerista es un jugador de alto riesgo, el primer mecenas que un artista se encuentra en el camino. Vende visión. Cree en su artista, invierte en él, lo impulsa y lo defiende. Una buena galería es más que un sitio donde colgar cuadros; es un hogar, un refugio, un trampolín.
Porque el arte no es una transacción. Es un pacto silencioso, un lazo de sangre, un salto al vacío con los ojos cerrados y el alma abierta. Y en este oficio, la única apuesta digna es aquella que se hace por el talento, nunca por el alquiler del mes.
El verdadero arte, necesita pasión, compromiso, obsesión. Un artista no necesita una vitrina, necesita un cómplice, alguien que comprenda su lenguaje antes de que el mundo lo haga.
Y no nos engañemos, el mundo del arte está plagado de simulacros, de impostores con traje caro y discurso hueco. Pero también existen los otros, los que resisten, los que creen, los que construyen algo más grande que ellos mismos. Son pocos, pero están ahí, esperando al artista que tenga el coraje de no conformarse.
Así que, si eres artista, pregúntate: ¿quieres pagar por exhibirte o quieres alguien que apueste por ti? Porque esa, y no otra, es la diferencia entre colgar un cuadro y hacer historia.
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