Era domingo por la noche, esa hora indecorosa en la que incluso los santos parecen tomarse un descanso. La galería, naturalmente, estaba cerrada; cerrada como una catedral tras un oficio largo, como un libro aburrido en la página dos. Y sin embargo, mi teléfono móvil, ese testigo mudo de tantas conversaciones mundanas y surrealistas, decidió romper el silencio con un timbre estridente.
Al otro lado de la línea, una voz femenina emergió, errática, dubitativa, con ese tono tembloroso que suele preceder a una confesión o a una petición absurda. —¿Está cerrada? ¿No está cerrada? Ah, pero… ¿no está cerrada? —dijo, como si no pudiera decidir si hablaba conmigo o con el universo.
—Sí, señora, la galería está cerrada —respondí, imaginando ya la escena: una mujer con una idea absurda, una urgencia completamente innecesaria y probablemente, un porro en la otra mano.
Y entonces empezó. —Mire, es que me ha pasado una cosa. Resulta que hace diez años que no pinto nada. Diez años. Iba por la calle y me encontré un madero… un madero, ¿sabe? Me lo llevé a casa, y bueno, estaba allí, ¿sabe? Y con la ceniza del cenicero y un poco de laca del pelo, me puse a darle al madero con el dedo. Y entonces… entonces apareció. ¡La cara de Jesucristo!
Había en su tono una emoción casi extática, como si hubiese descubierto un secreto celestial en el fondo de un tarro de mermelada.
—Ya veo… —dije, sin verlo en absoluto. Mi voz, neutral como una pared blanca, no parecía afectarla.
Ella continuó, repitiendo cada detalle con la fervorosa precisión de un testigo de milagros, mientras yo intentaba, con toda la paciencia que mi naturaleza terrenal podía reunir, llegar al meollo de la cuestión. —¿Y para qué me está llamando exactamente? —pregunté finalmente, con la esperanza de un cierre.
—¡Es que no me está entendiendo! —replicó, ofendida por mi falta de visión celestial. Y entonces volvió a empezar, como si el milagro del madero necesitara repetirse para ser comprendido.
Finalmente, agotada de su propia revelación (y yo, agotada de escucharla), intenté un último gesto de amabilidad: —Bueno, me alegro mucho por usted. Disfrute de su tablero.
Hubo un silencio, luego un suspiro, y finalmente, con una mezcla de decepción y resignación, respondió: —No tenía que haber llamado.
Quizás tenía razón. Quizás esta galería, no era el lugar adecuado para un milagro de ceniza y laca del pelo. O quizás, simplemente, había llamado al número equivocado.
Porque, después de todo, una galería de arte no es un confesionario ni una tómbola donde la inspiración celestial pueda sortearse al azar. Aquí, se exhiben los frutos de años de esfuerzo, disciplina y obsesión, no las efímeras epifanías de un domingo por la noche. Arte no es tropezar con un madero en la calle y pintarrajearlo con las sobras de un cenicero, sino el resultado de una dedicación feroz y, sobre todo, profesional.
Así que no, no es el lugar para una aparición improvisada, ni para el capricho de una musa con aroma a humo. Tal vez Jesucristo encontró su rostro en ese madero, pero yo, sinceramente, no encontré nada más que un nuevo argumento para no atender el teléfono fuera del horario laboral.
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